HISTORIA DE LA MIEL
La historia de la miel se entrelaza profundamente con la evolución de la civilización humana. En culturas antiguas de todo el mundo, la miel ha ocupado un lugar de honor. En el Lejano Oriente, el dios Visnú se representaba como una abeja sobre una flor de loto, simbolizando la conexión divina entre la naturaleza y la vida.
En la antigua Grecia, la miel era un manjar de los dioses, consumido por grandes filósofos como Pitágoras e Hipócrates, quienes atribuían a este alimento su longevidad y vigor.
La Biblia y otros textos sagrados alaban su dulzura y bondad, mientras que en Egipto, se consideraba un remedio universal, como lo demuestra el papiro de Ebers, uno de los más antiguos tratados médicos conocidos.
Con la expansión del Imperio Romano, el uso de la miel se difundió por Europa, y su importancia continuó en la Edad Media, donde los señores feudales recibían miel como tributo.
NUTRIENTES EN LA MIEL
La miel comienza su viaje en el néctar de flores como la encina y el roble, o en las meladas de insectos. Las abejas lo recolectan y lo transforman mediante enzimas, desdoblando la sacarosa en glucosa y fructosa. En el proceso de maduración en la colmena, las abejas ventilan el néctar, reduciendo su contenido de agua del 80-70% a un 18-16%, transformándolo en la miel que conocemos.
Cada gota de nuestra miel es un complejo nutritivo. Predominan los hidratos de carbono, principalmente glucosa y fructosa, junto con oligosacáridos. Contiene proteínas, aunque en pequeñas cantidades, que provienen del néctar y las secreciones de las abejas. Las sales minerales, como el potasio, calcio y hierro, varían según el color de la miel y su origen floral. La miel también aporta vitaminas, especialmente del grupo B y vitamina C, así como ácidos orgánicos con propiedades antisépticas. El polen, presente en todas las mieles, enriquece su valor nutritivo.